jueves, 17 de julio de 2014

Trampa-antojo


A veces las cosas no son lo que parecen. El juego del trampantojo se ha hecho frecuente en nuestro restaurantes y hasta hay concursos en el arte del engaño culinario. Hay que reconocer que puede resultar divertido comerse un mejillón cuya cáscara es de chocolate o una paladita de arena con sabor a gambas. En otras hay que poner a volar la imaginación y decir aquello de "hay sí, ya lo veo" o "ya lo huelo", aunque uno solo vea una hoja verde con pretendido sabor a ostra.

El trampantojo a veces sale del plato y toma vida en el salón entero del restaurante. Así, el pan puede resultar un chicle soso y elástico; al vino del aperitivo, eso sí, un txacolí con rh, le puede faltar la más elemental tapa, lo que sería de agradecer teniendo en cuenta que cuesta 6 euros; el vino puede parecer néctar de los dioses del Olimpo, por aquello de la altura... de precio, casi triplicando el de bodega, y ponerse en un pico (realmente tres, de Campo de Borja); en fin uno pudiera parecer que se encuentra en una casa de comidas con vistas al mar, pero en realidad se encuentra en una sala de un organismo internacional, huérfano de españoles, salvo el personal de cocina y de sala y aquí el que escribe y su señora. ¿Sabrán referenciar estos individuos esos sabores y texturas con los originales? ¿Sabrán de qué productos les están hablando? ¿Les recordará el sabor de los platos de sus madres o del comedor comunal de Osaka? Así, el trampantojo necesita de mucha explicación, escrita y oral. El juego se cierra cuando el precio, con el que se puede comprar una pequeña isla del Pacífico, nos indica que lo degustado tiene que ser, sí o sí, de altísima calidad, ya que si no perderíamos el respeto por nosotros mismos.

Pero no todo el antojo es trampa. El único plato que se eligió para sustituir uno del menú (el kabrarroca o cabracho), los chipirones en su tinta con arroz, eran excelentes y allí no había ni alta cocina ni trampa: buena materia prima y buen hacer. De muy buen nivel y muy vistosa la elaboración en la mesa fueron las gambas con vainas al fuego de orujo; el foie fresco a la sartén con escamas de sal y pimienta en grano falsas, bueno; el xangurro sobre blini con  falso arroz  hecho con pasta sorprendente y sabroso; el arroz meloso con caracoles y karrakelas original y sugerente; el (mini) taco de bacalao confitado y unos callos de bacalao sobre agua de tomate y virutas comestibles ofrecía una combinación elevada y muy acertada y una presentación original en una caja de madera.

 
En otra división encontramos la ensalada de bogavante al vinagre de sidra ya vista, aunque la casa fuera en su día la referencia del plato; el trinchado de buey en su jugo con un pastel de rabo, patatas y pimientos cuya preelaboración, que era muy "pre", no estaba a la altura; una pechuga de pichón en su punto pero con un mole y cacao al que le faltaba el golpe ejemplar del de Azul Histórico de Mexico D. F. (maravilloso); un carpaccio de pasta, piquillo e ibérico con setas al parmesano que resultó confuso; unos filetes de salmonete correctos con el añadido de unos falsos fusilis de gelatina de soja, perejil y ajo blanco con una bonita flor de borraja a la que hay que aplicar el refrán de flor que no has de comer, déjala...

El apartado de postres ofrecía un surtido de quesos primorosamente
servidos entre los que destacaba una bolita de torta del casar recubierta con una gelatina de Pedro Ximénez, el resto es correcto; un helado con gelatina de gin tonic y salsa de enebro de muy buen nivel;  una excelente tarta de manzana recubierta con trampantojo (una vez más) en forma de hoja de manzana impresa; finalmente, una lámina de tocino de cielo de naranja cubierto, cómo no, con flores de mazapán y hojas de chocolate ofreciendo un bonito e insulso conjunto. Café de émbolo pasable y un buen te con limón earl grey acompañado de unos petit fours de los que ahora no me acuerdo.



No se trata de llorar por el parné perdido o por la falta de altura de una buena parte de lo ofrecido, ni de que hay en mesas de menos precio, estrellas y fama donde se siente una punzada de emoción, bien porque se recuerda un sabor o un temblor olvidados, bien porque haces un descubrimiento. Es cierto que la calificación de lo ofrecido es alta en general y que alguno de los platos son brillantes. Pero uno espera algo más de Akelare. Espera reconocer al maestro de tantos, no solo en los platos, sino en la innovación permanente y en el genio. Esto no lo vimos, aunque, claro es, había grandes rasgos de su creatividad.

En su ciudad comentan que sus paisanos ya no van a los restaurantes estrellados, que ahora están llenos de extranjeros y de sitios libres (nosotros reservamos una hora antes). El antojo de antaño quizá se haya convertido en trampa. Es hora de replantearse las cosas.