sábado, 12 de diciembre de 2009

Hasta que llegó su cuenta

Existe un sueño entre los que nos gusta la cocina que es encontrar un restaurante al que se pueda volver una y otra vez con los amigos y la familia. No tiene que ser caro, la decoración ha de ser agradable, el ambiente familiar y, si es posible, no demasiado bullicioso. A la búsqueda de este grial he dedicado muchas horas y muchas equivocaciones, hasta el punto de que el sueño se va desvaneciendo y convirtiéndo en una quimera. A veces me ha parecido encontrarlo pero, por la no renovación adecuada de la carta o por transformaciones en el negocio y normalmente en el precio, siempre he acabado emprendiendo camino.

En los últimos años de tanta especulación y de vender ganga por oro han florecido una serie de restaurantes, muy especialmente en Madrid, que, como decía en el post La a veces esforzada clase media, "aspiran a los máximos galardones y emulan con desigual fortuna a sus mayores", pero, hay que añadir, casi todos se quedan ahí, por más críticas aduladoras que reciban, esfuerzos bienintencionados que hagan y aspiraciones legítimas que manifiesten.

Hace años se puso de moda el maridaje de vinos y comida y recuerdo una magnífica comida en El Chaflán, que entonces comenzaba a destacar, y otra, por la compañía, en La Vendimia. Como todo vuelve, ahora se ha puesto de moda la combinación de lo líquido con lo sólido, quizá para dar salida a la desconcertante cantidad de marcas, bodegas y denominaciones de origen.

Con este bagaje me acerqué a Lúa en la calle Zurbano de Madrid. Elegimos el menú maridaje (65 € más IVA). El vino de apertura fue un correcto Pionero Mundi 07 Albariño de Rias Baixas que acompañaba a una no original y simplemente correcta crema de coliflor con crujiente de bacon. Un fugaz, por lo rápido que paso ante nuestros ojos, y buen tokai acompañaba unas sugerentes milhojas de berenjenas, brie y praliné de cacahuete. La idea de la mezcla de texturas, sabores y olores es buena, pero la realización mejoraría si la berenjena, en vez de quedar aceitosa, resultara más tersa o crujiente. La siguiente copa era un correcto Verum de Castilla La Mancha Sauvignon blanc y Gewürztraminer que acompañaba a una vistosa y bien resuelta cacerolita de huevo poché con puré de patatas violeta, trufa y palomitas de arroz rojo; sin duda fue el mejor plato. Siguiendo con los blancos, y para acompañar a una delgada y escasa ¿merluza? en salsa verde aunque en un buen punto de cocción, tomamos un vivo Extramundi de Ribeiro.

El a esas horas esperado tinto llegó de la mano de la rotunda garnacha de Ateca, de Calatayud, que trataba de maridarse con un rutinario solomillo, esta vez espolvoreado con pistacho y sobre lecho de setas. El remate fue un, de nuevo fugaz, buen Sauternes (¿qué cuesta enseñar las botellas, dejarlas incluso, a un comensal que sobrepaga precisamente por un menú basado en el vino?) que regó una insulsa pannacota con aire de frambuesa sobre una base de mandarina. El agua que maridó con la comida y la bebida fue Cabreiroá. Por lo que respecta a los panes, siempre es preferible un humilde candeal a la oferta más caliente del momento.

Lo mejor: la compañía. Lo peor: la desequilibrada relación precio calidad, que empaña cualquier logro, por unos vinos españoles nada caros en bodega y por una comida ya vista. Por 142 € (¿no debería incluir el menú el cubierto y el pan?) dos personas pueden comer muy bien en Madrid. Fuera ese precio nos lleva a las estrellas. El concepto de un restaurante sin carta y basado en la cocina del día puede ser entrañable, como si se tratara de ir a comer a casa de mamá. Pero a una madre se le perdona todo, y además no cobra esos precios.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Lo cordobés no quita lo valiente (II)

Me sucede con frecuencia que soy de los que peor piden en un restaurante. Siempre trato de descubrir un plato original o una elaboración llamativa frente a apuestas más seguras. Ir a Argentina y no comer su apabullante carne de vacuno es claramente condenable y merecedor de ser arrojado a los infiernos gastronómicos. En ellos debo estar porque pedí pesca del día (6,7 €) en Doc vinos y cocina. Se trata de un restaurante diseñado sobre gustos europeos y, sobre todo, con una buena oferta de vinos argentinos. El chef, Martín Guido Flores, se formó con Martín Berasategui, aunque se le iluminaba más el rostro al hablar de los caldos de su país que de la comida que los acompañaba.

Esa noche hice dos descubrimientos que sirvieron para desechar algunas creencias mías. El primero es que el syrah no tiene por qué saber a jalea de moras como algunos de los monovarietales españoles que he probado. Tomé una copa de un elegante Callia Alta Syrah de 2004 de San Juan (3,2 €). Por cierto, ¿por qué no se sirven vinos de calidad por copas en los buenos restaurantes españoles? De momento los argentinos nos ganan 2 a 0 en gastronomía (sin contar la carne): 1 por las copas de vino y 2 porque no se fuma, de verdad, en ningún restaurante. En lo primero no puede haber excusa en España porque existe una asequible y fresquita tecnología para que las botellas abiertas no pierdan sus cualidades. En lo otro no se entiende que en la cocina se afanen con sabores y olores a veces extremamente delicados para que, mientras los deleitas, seas asaltado, no pasivamente, por el humo. Esperemos que este tanteo se pueda rebajar para el próximo Mundial de fútbol.

El segundo descubrimiento es que hay malbecs excelentes y que no todos tienen que ser planos. El causante fue una copa de un suave Las Perdices Malbec 2006 de Mendoza (3,2 €). Mejor hubiera sido haberlo tomado en su temperatura justa, lo que no sucede en este país; creencia ésta que lamentablemente no he podido desarraigar tras la visita a varios restaurantes argentinos.

El vino en Argentina es un lujo, ya que las dos copas equivalieron prácticamente al coste del plato principal, del que solo recuerdo que iba acompañado de una bonita crema de azafrán. La comida se remató con un cup cake adecuado para el último trago de vino y que resultó lo mejor de lo comestible. Esto cada vez es más frecuente en muchos restaurantes españoles que deberían comenzar y acabar con la carta de postres. Claro que en ese caso deberían llamarse pastelerías caras.

Lo mejor: el vino, la atención del chef y de la mesera que pudieron servirme cómodamente dado el escaso público asistente. Parece que entre un buen bife y un buen vino los argentinos lo tienen claro. Mención especial para nuestra ya amiga el agua ECO de los Andes (1,7 €). Lo peor: ya no me acuerdo porque pasé un buen rato, que es de lo que se trata.