jueves, 19 de agosto de 2010

ONE ONE SON DOS

Hablar en este blog de restaurantes en Alicante es hablar de One One en la muy céntrica Calle Valdés, 9. Es de los pocos restaurantes que frecuento con cierta asiduidad y ello no tiene que ver con su disparatada decoración llena de souvenirs y fotografías de Bartolomé Ramírez, ni por su mobiliario, propio de una terraza de chalé pasada de moda, ni por su amplitud, de lo que es muestra una mesa que se encaja en un rincón que linda con una cortina de cuentas setentera que da paso a los servicios, ni por su ubicación en la ciudad, ni por su detallada carta y completa bodega. Lo que me lleva allí es comer.

La primer vez que fui tuve que buscarlo entre la maraña de calles en las que se encuentra, superar la sorpresa de una fachada franqueada por una puerta de madera de dos hojas de colmado antiguo -en otra visita supe que su hoja derecha se abrió para nosotros y nuestro carrito de bebé después de diez años- y acceder a un local que se asemejaba más a almacén de recuerdos y sala de visitas que a una casa de comidas, que es lo que es. Una comida que se canta por Bartolomé y que ofrece media docena de primeros platos y poco más de segundos. Productos limpios, frescos y de temporada de una calidad imposible de encontrar en las llamadas zonas gourmet de nuestros anodinos, caros y fríos supermercados. Alcachofas, ensaladas de hojas fragantes y frescas realzadas por aliños equilibrados, carnes tersas y consistentes, pescados al punto, raciones suficientes, elaboraciones clásicas olvidadas o simplemente desconocidas por muchos cocineros. Una oferta de vinos que sale de los labios de nuestro anfitrión pero que siempre tienen un punto alto de calidad, como el último Cuatro Rayas verdejo que se vende en bodega a 5,75 euros.

Allí he comido el mejor carré de cordero de mi vida y he tomado una ensalada de bogavante perfecta. Las alcachofas con foie son un hallazgo y el revuelto de hongos se prepara como si no se supiese hacer otra cosa en la vida. El magret de pato, rosado y perfecto. El helado de pistacho es crujiente, de una densidad firme y de una textura untuosa; el de brevas mantiene la frescura de este fruto tan delicado. Todo ello salpicado por la conversación de Bartolomé que salta de mesa en mesa en varios idiomas que atiende el solo con rapidez y atención. A veces se echa en falta que no hubiese nadie más en el comedor para que nos cuente sus viajes y lo mucho que sabe de cocina.

La clientela es fija, variada, europea que recala periódicamente para pedir el mismo menú y encontrarse con lo familiar y lo seguro; probablemente después de engañar los sentidos con tanta fruslería cara que venden por ahí.

El precio, un misterio, como el pasado del dueño. Una nota señala escuetamente, casi invariablemente, alrededor de 75 euros para dos personas. Cena con Marta, copa en la terraza del cercano Hotel Amerigo con la piscina cubierta a la espalda, a la izquierda la cúpula de la concatedral de San Nicolás de puntillas sobre los tejados y el castillo de Santa Bárbara iluminado en las alturas. Planazo.

lunes, 16 de agosto de 2010

NO ME VUELVO A ENAMORAR

Da igual la canción que se elija con ese título, todas las letras hablan de desengaños, decepciones y firmes promesas de no caer en las redes de la seducción y la tentación. Desde aquí proclamo que abjuro de la cocina deconstruida, minimalista, moderna o como la llamen pero que se reconoce por sus locales espartanos tipo zen, un servicio con signos de padecer importantes problemas gástricos, una comida perdida en el ruedo del plato, una vajilla imposible de meter en el fregaplatos y unos precios que te hacen mirar si no se trata de la factura de las mesa y las sillas en las que has comido. A partir de ahora quiero, como en el anuncio de nuestra juventud, comer, comer.

La espoleta que ha disparado este desengaño ha sido una cena en Monastrell en Alicante. Buena calificación en las guías, local ahora situado en los bajos del céntrico y bonito Hotel Amerigo, con una barra impactante en zona separada del comedor, una decoración al uso de su ubicación gastronómica y los platos de siempre. Aclaro que sólo he ido una vez a este restaurante pero todo estaba ya visto, no porque imitaran los éxitos de otros, sino porque su comida es la del día de la marmota.

Optamos por el menú de tres platos lo que me permitió probar el atún laminado con cítricos, trigo verde inflado, piñones y micro vegetales; la lasaña de pasta fresca con calabaza, trufa blanca y aire de salvia; vieira asada con berenjena ahumada, turrón y azafrán; tierra de chocolate de Tanzania con torrija de brioche y helado de naranjas; y chocolate gianduja borracho de café y jalea de coñac. Son sustantivos de ensueño, que vienen de recorrer el mundo y unos adjetivos luminosos, coloridos, olorosos. Todos ellos cabrían en las alforjas de Marco Polo o de nuestros conquistadores. Platos cortos, nombres largos y precios a casi dos euros la palabra. Restaurantes que cierran, que ajustan, como éste, sus horarios o sobreviven por nuestro afán de notoriedad o por nuestra vanidad y por las empresas y Administraciones que todavía pagan estos dispendios.

Puestos a ser más críticos, comimos unos gramos de atún, un poco de pasta, una porción de marisco barato y unos postres que en Alicante, y en toda España, se comen infinitamente mejor en Paco Torreblanca, un templo de peregrinaje. Es cierto, me dirán, que el arte no tiene precio y que los artistas, como Mª José San Román, hay que pagarlos. En este caso con vino la cosa se puso en 135 euros, lo que contradice claramente la negación y permitiría llevarse un par de sillas del comedor. Como alternativa, es preferible pasarse por su barra o ir a la La Taberna del Gourmet que pilla cerca y así todo queda en casa.

La inacabable crisis económica propicia encontrar soluciones más accesibles que se beneficien del enorme talento que se ha producido en la cocina española de los últimos años. La vuelta al producto reconocible, la búsqueda de locales más baratos, el necesario ajuste en los precios de los vinos, el olvido de los caprichos en la decoración, el abandono de las exigencias antojadizas de las guías deben ser una necesaria cura de humildad para la restauración española. De no hacerse, es probable que la generación que está por debajo de los treinta y tantos se desenganche del arte de la comida y se quede en el charco del botellón y la comida rápida.

Yo me propongo no caer en la tentación de las cartas deconstruidas o nitrogenadas y de la comida con nombres vetados a los asmáticos. Renuncio a sucumbir a la seducción de las guías y de las páginas con más entradas. Me comprometo a no enamorarme de las cocinas para la gente guapa. Pero dejo una puerta abierta para las que están por debajo de 40; euros, claro.

jueves, 12 de agosto de 2010

GUIRI EN TU PROPIA CASA

Ser guiri en tu propio país es cosa molesta. Elegir un sitio donde disfrutar de un buen aperitivo o una buena comida en nuestras costas puede convertirse en una actividad de riesgo. Como la oferta es inmensa, la posibilidad de acabar contratando algo mediocre o, más desesperante, de ignorar un hallazgo culinario en la puerta de al lado pueden hacerte sentir como nuestros visitantes bebedores de sangría a pleno sol. Lo peor. El riesgo no se conjura viendo quién entra en los locales para tratar de distinguir entre foráneos y nacionales, porque los que no somos del lugar somos todos forasteros.

Alicante capital es un destino de muchos españoles que buscan en sus playas, mayoritariamente la de San Juan, distraerse de sus preocupaciones y aliviarse del calor del interior de la península. Pero también es una ciudad grande, capital de una provincia de casi dos millones de habitantes, de los cuales la cuarta parte son extranjeros, la mayoría comunitarios. Esto significa que hay restaurantes, bares y cervecerías que sus habitantes nacionales no pisarían ni locos a no ser que quisieran que les tratasen como a guiris.

Llevo media docena de años frecuentando la capital alicantí y a sus lugareños por lo que me voy haciendo con un listado de lugares que ocupan un lugar destacado en mis inclinaciones gastronómicas.

Hablar de arroces en Alicante es comenzar una discusión interminable sobre qué lugar y qué modalidad son los mejores para tomarlos. A mí y a Lucio el de la Casa de su nombre en Madrid nos gustan los que preparan en el Restaurante Azul Playa, en Avenida Niza, 9 en San Juan. Un clásico es Sevilla en Avenida Alicante, 6, en Campello (Playa Muchavista) que a pesar de su casi industrialización ofrece una buena calidad y permite también encargarlos para llevarlos a casa en su correspondiente paella o paellera. Ambos ofrecen la ventaja de que están abiertos todo el año. Hay muchos más en la ciudad, claro es, y algunos se sirven en restaurantes de postín pero de gran precio y no hay que olvidarse de que estamos hablado de arroz y no de caviar, aunque también pueda ser negro.

El aperitivo es una institución española con más méritos que algún ministerio para que se cree un departamento de la cosa. Así, habría que abrir delegación territorial en el Bar Mavi, en Foguerer, 9, en el barrio Carolinas, que te teletransporta en el tiempo a las tascas de barrio de los 70 con sus brillantes azulejos verde botella biselados, pero que exhibe una barra muy superior en marisco y chacina a las más renombradas de la capital madrileña y todo ello en un precio razonable. Nada tiene que envidiar en su oferta a una de las mejores barras de España, Piripi, en Óscar Esplá, 30, un noble espacio que al marisco y el embutido añade elaboraciones muy logradas de su buen restaurante. El pero hay que ponerlo al bullicio detrás de la barra, donde los camareros dan sed.

Una barra más reciente pero con una gran oferta es Cervecería Max, en Avenida Miriam Blasco, 18. Marisco, embutido, algún pescado del día, carne de calidad, montaditos y alguna otra elaboración sencilla pero efectiva conforman su carta que también se puede disfrutar en las pocas mesas que alberga el local. Hay ambiente futbolero, del Hércules, lo que permite estar al día en el arte del tatuaje.

Un concepto distinto es el que representa La Taberna del Gourmet en la que se ofrece una amplia carta de picoteo y de tenedor y cuchillo, arroces incluidos. Presenta una decoración moderna y el inconveniente de su éxito y de unos precios algo carillos. En una línea similar encontramos Toch en la calle Enric Valor, 2. Fue un descubrimiento valioso hace dos años por su buena relación precio-calidad y por la originalidad de sus elaboraciones y presentaciones. La calidad se ha mantenido, aunque el éxito se ha subido a los precios.

En Alicante hay restaurantes reconocidos, muchos que asustan y un puñado por descubrir. Además de los dos últimos señalados, he frecuentado Tinta de Toro en Avenida Historiador Vicente Ramos, s/n Torre Golf, que es como se denomina actualmente. A su bonito jardín, que se transforma en barra de copas por la noche, hay que añadirle un local espacioso y tranquilo que presenta una comida agradable acompañada de una carta de vinos suficiente y de precios variados. Un buen sitio para quedar bien sin usar la calculadora y en la que un carrito de niño, o dos, no presentan problemas.

En todos ellos se ven extranjeros, lo que es normal en la ciudad, y hasta de Madrid, pero ningún guiri.

sábado, 27 de febrero de 2010

RIESGO Y AVENTURA

Revisitar los clásicos tiene algo de riesgo: o añoras el pasado o vuelves a disfrutarlo. De vez en cuando uno repite una película que le impactó o le hizo disfrutar o, en menos ocasiones, relee un libro buscando la juventud de la primera vez. Quizá descubra que las obras del hombre son del tiempo del que las produce y del que las siente y el traslado a otra fecha arroja resultados insospechados. En el caso de la cocina, la aventura puede recordarnos un sabor o una combinación esencial, un referente que marcó un gusto, una presentación o una forma de entender la cocina; o puede devolvernos algo manido, aunque en su momento fuera original; u ofrecernos una recreación fruto de la tentación de caer en la genialidad obligada.

No son muchos los restaurantes que han educado mi gusto culinario y que han supuesto un referente de cómo entender el oficio de dar de comer, a saber: el desaparecido y mítico La Merced, en Logroño y Echaurren, en Ezcaray. Al primero le debo el concepto de rito y de espectáculo de la restauración, de su sentido como celebración, lujo, exceso, emoción e ilusión. El segundo me enseñó cómo lo sencillo puede ser excelente, el respeto por las tradiciones culinarias y por el riesgo creativo de su evolución y el amor al comensal. A donde voy espero algo de ambos, lo he encontrado en pocos, y hasta he tenido la suerte de disfrutar a veces como si fuera la primera vez que lo hice en los maestros.

A Echaurren he vuelto varias veces desde la primera vez y he pasado por sus distintas remodelaciones, desde el viejo comedor por turnos que atendían con amor familiar Marisa Sánchez y Félix Paniego, hasta el actual complejo que incluye el gastro bar, el restaurante tradicional y el laureado El Portal, pasando por el momento en que la cocina adquirió dos rumbos cuando se servía la carta de Marisa y la de su entonces ya promesa consolidada Francis, su hijo. Recuerdo comidas memorables y la ilusión al acercarme cada vez a la vieja casa de postas. Recuerdo alguna comida y bebida de trabajo que se convirtió en de amigos y en señal de una época; y la sensación al salir, como la de haber hecho una de las buenas acciones de tu vida.

He podido acercarme hace poco para comer en el remodelado El Portal. De los dos menús nos aventuramos en el “Vanguardia” (80 € + IVA), dejando el clásico (60 € + IVA) para otra excusa. Se trata de un menú largo de experimentación y creación propia, lo que siempre resulta personal y arriesgado. Originales snack, en especial el corte de queso y miel, que recuerda a un éxito clásico de la casa y las entrañables croquetas “que le quitamos a mi madre”. Muy pensado  el “Queso de cabra y germinados bajo un velo de néctar de pimiento”. Muy bien presentada y acertada la selección de aceites y sales aromatizadas.

Les siguió “Mediterráneo, concasse de pepino, yogurt, almendras frescas, helado de manzana verde, pan y aceite picual”; y el cardo rojo a la plancha, de un textura impecable. La ostra gillardeada  cocinada a baja temperatura con sopa de castañas y alcachofas tenía una sobresaliente consistencia y acertada combinación de sabores.

Preciosa la colorida composición “Bajo un manto de hojas secas, invierno” a base de diminutas láminas desecadas de verduras que ocultaban un paté de foie marca de la casa. Muy logrado el “Hongo 25 minutos (luego asado a la parrilla con clorofila y pera)” que mantiene la tersura del bosque con una elaboración delicada plena de aromas contrarios. Buen contraste de sabores y texturas en “Cigalas y oreja de cerdo en adobo y luego asada con un caldo clarificado y puntas de espárragos verdes”. Consistencia excelente de la “Merluza curada unos minutos en sal y luego asada, con un caldo clarificado de purrusalda y un poco de mantequilla Maître d´hotel”. Elaborado, muy visual y sabroso el “Rabo de cordero glaseado con un toque de jengibre y hortalizas frescas”.

Los postres se llenaron con “Sopa fresca de manzana sin fin y helado de menta fresca” en la que una interminable lámina finísima de una espléndida, fresca y aromática manzana, con sabor a un buen chicle recién empezado, te hacía desear que no se acabara nuca. Buena “Tira de chocolate negro, con helado de leche, zumo de pimiento verde y germinados” y finalizamos con petit fours.  Como vino se nos sugirió un acertado y ajustado Zacarías de Bivián reserva de 2001 (18 + IVA €) con un inesperado retrogusto, por bueno. Finalmente, irrefrenable tentación la del pan rústico.

El local ha ganado en calidez decorativa desde el traslado de la anterior ubicación en el mismo edificio. A veces lo clásico, o la bondad del silencio, maridan muy bien con la buena comida. En los baños parece que se impone el gusto Michelin, que requiere unos segundos para empujar, con emoción contenida, la puerta adecuada. Por último, debe hacer más sencilla y amigable su web y diseñarla para que se pueda ver bien desde el móvil.

La sensación final es la de haber estado ante una de las mejores cocinas de vanguardia de España, hecha por Francis Paniego, un gran profesional enamorado de su oficio y profundamente enraizado en el solar que le vio nacer. Volveré siempre que pueda a celebrar algo importante o a compartir la mesa con una persona querida, buscando la emoción de la primera vez y sabiendo que aquí es donde la sentí.

domingo, 14 de febrero de 2010

SAUDADE

Ya es un tópico hablar de que los españoles y portugueses nos damos la espalda, más por deseo nuestro que de ellos, que nos conocen mucho mejor y están atentos a nuestros avatares. Esto no es cierto del todo, ya que onubenses, extremeños, salmantinos, zamoranos y, sobre todo, sus hermanos gallegos mantienen una buena relación e intercambio secular con los habitantes de ese bello país. A la espera de que el AVE conecte Madrid y Lisboa y los madrileños, por los que se mira todo lo que ocurre en España, descubran Portugal como algo cercano voy a contar alguna experiencia gastronómica en nuestro país vecino o relacionada con él.

Mi afinidad gastronómica con los portugueses viene por el bacalao, seco claro, ya que si fuese fresco hay que buscar el increíble skrei noruego. Mi primer recuerdo ligado a Portugal sobre tan feo producto se remonta a mis tiempos de estudiante cuando en la Casa de España en Freiburg, Alemania, oía a los portugueses pedir bacalhau, ya que era el único lugar donde podían comprarlo en esa bien surtida ciudad. Es seguro que el bacalao es el producto base de la gastronomía portuguesa, si atendemos al número de recetas con que lo preparan, pero en la nuestra también ocupa un lugar destacado. Difícilmente puedo resistirme a pedirlo cuando me lo ofrecen en un restaurante, supongo que en busca del inolvidable bacalao con tomate que preparaba mi madre.
El bacalao a la dorada está considerado como la presentación estrella de este pescado. Y no es para menos, dado el paciente trabajo que representa su elaboración. Nunca he comido uno mejor que en mitad de Soria, en Morón de Almazán, en casa de Paco Barrera, que había vivido muchos años en Vigo, donde su mujer lo aprendió a cocinar de manera magistral. Alguno se le ha aproximado después, de lejos, y otros se han parecido más a un revuelto incomprensible.

Lo que más me gusta de la cocina portuguesa es su aparente modestia, su buena presentación, su horario y una calidad muy ajustada en el precio. Recuerdo un excelente, por sencillo, bacalao agridulce con olivas negras en Valencia do Miño y varias noches con mis hijos comiendo a la vera del río Gilao en Tavira, Algarve, en una vieja casa de comidas, en mitad de la calle, debajo de los árboles acompañando la cena con un sencillo vino Gato, mientras veíamos saltar peces en el río. Tiempo después la compraron unos ingleses; fin. Otro recuerdo es el de un pequeño restaurante debajo de la Facultad de Derecho de Coimbra, natural y con el encanto perdido de las ya desaparecidas y honestas casas de comidas españolas. La avaricia y la corrupción no solo han alcanzado al ladrillo estos últimos años.

Pero el recuerdo gastronómico portugués que sobresale a los otros es el de una Lampreia à Bordalesa e Sável no seu tempo servida a la antigua en cacerolas de aluminio y en una ración generosísima, en el acogedor y antiguo Solar Moinho da Vento, en plena baixa del precioso Oporto. Anteayer tuve la ocasión de cotejarla con la lamprea que sirven en San Clemente, en Santiago de Compostela, con motivo de la celebración de una tesis doctoral escrita y defendida en portugués. Me pareció estupenda, especialmente por el sabor final ácido del limón. En Madrid no he tenido ocasión de comerla, pero me dicen que la de Combarro está muy bien, aunque claro, no son los precios portugueses, ni aun gallegos. Estamos en temporada y es una buena excusa, una más, para acercarse a Porto.