domingo, 14 de febrero de 2010

SAUDADE

Ya es un tópico hablar de que los españoles y portugueses nos damos la espalda, más por deseo nuestro que de ellos, que nos conocen mucho mejor y están atentos a nuestros avatares. Esto no es cierto del todo, ya que onubenses, extremeños, salmantinos, zamoranos y, sobre todo, sus hermanos gallegos mantienen una buena relación e intercambio secular con los habitantes de ese bello país. A la espera de que el AVE conecte Madrid y Lisboa y los madrileños, por los que se mira todo lo que ocurre en España, descubran Portugal como algo cercano voy a contar alguna experiencia gastronómica en nuestro país vecino o relacionada con él.

Mi afinidad gastronómica con los portugueses viene por el bacalao, seco claro, ya que si fuese fresco hay que buscar el increíble skrei noruego. Mi primer recuerdo ligado a Portugal sobre tan feo producto se remonta a mis tiempos de estudiante cuando en la Casa de España en Freiburg, Alemania, oía a los portugueses pedir bacalhau, ya que era el único lugar donde podían comprarlo en esa bien surtida ciudad. Es seguro que el bacalao es el producto base de la gastronomía portuguesa, si atendemos al número de recetas con que lo preparan, pero en la nuestra también ocupa un lugar destacado. Difícilmente puedo resistirme a pedirlo cuando me lo ofrecen en un restaurante, supongo que en busca del inolvidable bacalao con tomate que preparaba mi madre.
El bacalao a la dorada está considerado como la presentación estrella de este pescado. Y no es para menos, dado el paciente trabajo que representa su elaboración. Nunca he comido uno mejor que en mitad de Soria, en Morón de Almazán, en casa de Paco Barrera, que había vivido muchos años en Vigo, donde su mujer lo aprendió a cocinar de manera magistral. Alguno se le ha aproximado después, de lejos, y otros se han parecido más a un revuelto incomprensible.

Lo que más me gusta de la cocina portuguesa es su aparente modestia, su buena presentación, su horario y una calidad muy ajustada en el precio. Recuerdo un excelente, por sencillo, bacalao agridulce con olivas negras en Valencia do Miño y varias noches con mis hijos comiendo a la vera del río Gilao en Tavira, Algarve, en una vieja casa de comidas, en mitad de la calle, debajo de los árboles acompañando la cena con un sencillo vino Gato, mientras veíamos saltar peces en el río. Tiempo después la compraron unos ingleses; fin. Otro recuerdo es el de un pequeño restaurante debajo de la Facultad de Derecho de Coimbra, natural y con el encanto perdido de las ya desaparecidas y honestas casas de comidas españolas. La avaricia y la corrupción no solo han alcanzado al ladrillo estos últimos años.

Pero el recuerdo gastronómico portugués que sobresale a los otros es el de una Lampreia à Bordalesa e Sável no seu tempo servida a la antigua en cacerolas de aluminio y en una ración generosísima, en el acogedor y antiguo Solar Moinho da Vento, en plena baixa del precioso Oporto. Anteayer tuve la ocasión de cotejarla con la lamprea que sirven en San Clemente, en Santiago de Compostela, con motivo de la celebración de una tesis doctoral escrita y defendida en portugués. Me pareció estupenda, especialmente por el sabor final ácido del limón. En Madrid no he tenido ocasión de comerla, pero me dicen que la de Combarro está muy bien, aunque claro, no son los precios portugueses, ni aun gallegos. Estamos en temporada y es una buena excusa, una más, para acercarse a Porto.

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