No siempre puede uno permitirse frecuentar los comedores más renombrados y habitualmente caros, por lo que se puede disfrutar buscando los restaurantes emergentes, o los que ofrecen aparentemente una buena relación entre calidad y precio. En este grupo nos encontramos una gran cantidad de buenos comedores, clasificados, sin ninguna pretensión de rigor, entre los que aspiran a los máximos galardones y emulan con desigual fortuna a sus mayores; los que ya se ve que van a ser genios desde pequeños; los esforzados y honestos que saben dar bien de comer; los “de toda la vida”, que han sabido mantenerse entre tanta superficialidad; los “típicos”, que hacen una cocina llamada regional que poco tiene que ver con los sucedáneos de paella, cocido, fabada, menestra o patatas con chorizo que se sirven por ahí; los que han evolucionado de la barra al comedor con más o menos pretensiones y logros; los de fusión, que mezclan con mayor o menor fortuna sabores y procedencias; los claramente pretenciosos, pero que esconden algún tesoro; los “de neón” que sin embargo han logrado atrapar algún secreto; etc.
Últimamente me he acercado a varios de ellos y, aunque la satisfacción no ha sido plena (¿cuándo lo es?), es posible encontrar detalles de buen gusto y hacer, aunque no es probable que alcancen el parnaso culinario, ni tampoco lo pretendan. Así, me pareció inolvidable la empanada de merluza (8 €) del Sport, en Luarca; bien hecho el crujiente de cabrales (9 €) en El Molín de la Pedrera en Cangas de Onís; bueno el pulpo en La Tucho en San Román Corbán (Cantabria); sorprendente la tempura de verduras (9 €) en San Pelayo, en Niembro (Llanes); y gran tarta casera de queso y verdadero arroz con leche en el Mesón de Borleña, en Borleña de Toranzo (Cantabria).
En el debe se encuentran aspectos relacionados con la decoración, como las inenarrables cortinas del Mesón Borleña; la sobreexplotación de La Tucho; la necesidad de cambiar el aceite más a menudo en El Molín de Pedrera; el chocolate de brick de los frixuelos en Sport; o el servicio adusto de San Pelayo. Todos ellos suman quizá el compendio de los pecados de la restauración española (¿solo de ella?) de los últimos años: pérdida de la relación precio calidad, o la avaricia (¿18 euros por 400 gramos de lenguado sin desespinar, en La Tucho, o 24 € por un cabracho, en Sport, en zona pesquera?); pensar que con un plato estrella y los años se construye un restaurante, o la soberbia; confundir tradición con calidad, o la pereza; creer que una decoración original sustituye a una buena comida, o lujuria; imitar corrientes o lugares de éxito, o la envidia.
Todos los restaurantes señalados son recomendables pero en algunos no habría que pasar de su bien surtida y valiosa barra en la que disfrutar de sus vinos y sus pinchos o tapas estrella, que fueron el origen del negocio actual; todos requieren humildad y ajustar el precio; otros deberían situarse en su entorno y abandonar imitaciones imposibles e innecesarias; en fin, otros, casi todos, deberían pensar que dar de comer, aunque sea pagando, es un acto de caridad, o sea, de amor, de respeto y de agradecimiento por los invitados que se acercan a la mesa.
Claro es que los pecados de los restaurantes no serían posibles sin la inestimable colaboración de la gula de muchos comensales, que tanto gustan de aparentar, y la ira de tanto crítico que ensalza o hunde negocios y tendencias.
Últimamente me he acercado a varios de ellos y, aunque la satisfacción no ha sido plena (¿cuándo lo es?), es posible encontrar detalles de buen gusto y hacer, aunque no es probable que alcancen el parnaso culinario, ni tampoco lo pretendan. Así, me pareció inolvidable la empanada de merluza (8 €) del Sport, en Luarca; bien hecho el crujiente de cabrales (9 €) en El Molín de la Pedrera en Cangas de Onís; bueno el pulpo en La Tucho en San Román Corbán (Cantabria); sorprendente la tempura de verduras (9 €) en San Pelayo, en Niembro (Llanes); y gran tarta casera de queso y verdadero arroz con leche en el Mesón de Borleña, en Borleña de Toranzo (Cantabria).
En el debe se encuentran aspectos relacionados con la decoración, como las inenarrables cortinas del Mesón Borleña; la sobreexplotación de La Tucho; la necesidad de cambiar el aceite más a menudo en El Molín de Pedrera; el chocolate de brick de los frixuelos en Sport; o el servicio adusto de San Pelayo. Todos ellos suman quizá el compendio de los pecados de la restauración española (¿solo de ella?) de los últimos años: pérdida de la relación precio calidad, o la avaricia (¿18 euros por 400 gramos de lenguado sin desespinar, en La Tucho, o 24 € por un cabracho, en Sport, en zona pesquera?); pensar que con un plato estrella y los años se construye un restaurante, o la soberbia; confundir tradición con calidad, o la pereza; creer que una decoración original sustituye a una buena comida, o lujuria; imitar corrientes o lugares de éxito, o la envidia.
Todos los restaurantes señalados son recomendables pero en algunos no habría que pasar de su bien surtida y valiosa barra en la que disfrutar de sus vinos y sus pinchos o tapas estrella, que fueron el origen del negocio actual; todos requieren humildad y ajustar el precio; otros deberían situarse en su entorno y abandonar imitaciones imposibles e innecesarias; en fin, otros, casi todos, deberían pensar que dar de comer, aunque sea pagando, es un acto de caridad, o sea, de amor, de respeto y de agradecimiento por los invitados que se acercan a la mesa.
Claro es que los pecados de los restaurantes no serían posibles sin la inestimable colaboración de la gula de muchos comensales, que tanto gustan de aparentar, y la ira de tanto crítico que ensalza o hunde negocios y tendencias.