sábado, 12 de diciembre de 2009

Hasta que llegó su cuenta

Existe un sueño entre los que nos gusta la cocina que es encontrar un restaurante al que se pueda volver una y otra vez con los amigos y la familia. No tiene que ser caro, la decoración ha de ser agradable, el ambiente familiar y, si es posible, no demasiado bullicioso. A la búsqueda de este grial he dedicado muchas horas y muchas equivocaciones, hasta el punto de que el sueño se va desvaneciendo y convirtiéndo en una quimera. A veces me ha parecido encontrarlo pero, por la no renovación adecuada de la carta o por transformaciones en el negocio y normalmente en el precio, siempre he acabado emprendiendo camino.

En los últimos años de tanta especulación y de vender ganga por oro han florecido una serie de restaurantes, muy especialmente en Madrid, que, como decía en el post La a veces esforzada clase media, "aspiran a los máximos galardones y emulan con desigual fortuna a sus mayores", pero, hay que añadir, casi todos se quedan ahí, por más críticas aduladoras que reciban, esfuerzos bienintencionados que hagan y aspiraciones legítimas que manifiesten.

Hace años se puso de moda el maridaje de vinos y comida y recuerdo una magnífica comida en El Chaflán, que entonces comenzaba a destacar, y otra, por la compañía, en La Vendimia. Como todo vuelve, ahora se ha puesto de moda la combinación de lo líquido con lo sólido, quizá para dar salida a la desconcertante cantidad de marcas, bodegas y denominaciones de origen.

Con este bagaje me acerqué a Lúa en la calle Zurbano de Madrid. Elegimos el menú maridaje (65 € más IVA). El vino de apertura fue un correcto Pionero Mundi 07 Albariño de Rias Baixas que acompañaba a una no original y simplemente correcta crema de coliflor con crujiente de bacon. Un fugaz, por lo rápido que paso ante nuestros ojos, y buen tokai acompañaba unas sugerentes milhojas de berenjenas, brie y praliné de cacahuete. La idea de la mezcla de texturas, sabores y olores es buena, pero la realización mejoraría si la berenjena, en vez de quedar aceitosa, resultara más tersa o crujiente. La siguiente copa era un correcto Verum de Castilla La Mancha Sauvignon blanc y Gewürztraminer que acompañaba a una vistosa y bien resuelta cacerolita de huevo poché con puré de patatas violeta, trufa y palomitas de arroz rojo; sin duda fue el mejor plato. Siguiendo con los blancos, y para acompañar a una delgada y escasa ¿merluza? en salsa verde aunque en un buen punto de cocción, tomamos un vivo Extramundi de Ribeiro.

El a esas horas esperado tinto llegó de la mano de la rotunda garnacha de Ateca, de Calatayud, que trataba de maridarse con un rutinario solomillo, esta vez espolvoreado con pistacho y sobre lecho de setas. El remate fue un, de nuevo fugaz, buen Sauternes (¿qué cuesta enseñar las botellas, dejarlas incluso, a un comensal que sobrepaga precisamente por un menú basado en el vino?) que regó una insulsa pannacota con aire de frambuesa sobre una base de mandarina. El agua que maridó con la comida y la bebida fue Cabreiroá. Por lo que respecta a los panes, siempre es preferible un humilde candeal a la oferta más caliente del momento.

Lo mejor: la compañía. Lo peor: la desequilibrada relación precio calidad, que empaña cualquier logro, por unos vinos españoles nada caros en bodega y por una comida ya vista. Por 142 € (¿no debería incluir el menú el cubierto y el pan?) dos personas pueden comer muy bien en Madrid. Fuera ese precio nos lleva a las estrellas. El concepto de un restaurante sin carta y basado en la cocina del día puede ser entrañable, como si se tratara de ir a comer a casa de mamá. Pero a una madre se le perdona todo, y además no cobra esos precios.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Lo cordobés no quita lo valiente (II)

Me sucede con frecuencia que soy de los que peor piden en un restaurante. Siempre trato de descubrir un plato original o una elaboración llamativa frente a apuestas más seguras. Ir a Argentina y no comer su apabullante carne de vacuno es claramente condenable y merecedor de ser arrojado a los infiernos gastronómicos. En ellos debo estar porque pedí pesca del día (6,7 €) en Doc vinos y cocina. Se trata de un restaurante diseñado sobre gustos europeos y, sobre todo, con una buena oferta de vinos argentinos. El chef, Martín Guido Flores, se formó con Martín Berasategui, aunque se le iluminaba más el rostro al hablar de los caldos de su país que de la comida que los acompañaba.

Esa noche hice dos descubrimientos que sirvieron para desechar algunas creencias mías. El primero es que el syrah no tiene por qué saber a jalea de moras como algunos de los monovarietales españoles que he probado. Tomé una copa de un elegante Callia Alta Syrah de 2004 de San Juan (3,2 €). Por cierto, ¿por qué no se sirven vinos de calidad por copas en los buenos restaurantes españoles? De momento los argentinos nos ganan 2 a 0 en gastronomía (sin contar la carne): 1 por las copas de vino y 2 porque no se fuma, de verdad, en ningún restaurante. En lo primero no puede haber excusa en España porque existe una asequible y fresquita tecnología para que las botellas abiertas no pierdan sus cualidades. En lo otro no se entiende que en la cocina se afanen con sabores y olores a veces extremamente delicados para que, mientras los deleitas, seas asaltado, no pasivamente, por el humo. Esperemos que este tanteo se pueda rebajar para el próximo Mundial de fútbol.

El segundo descubrimiento es que hay malbecs excelentes y que no todos tienen que ser planos. El causante fue una copa de un suave Las Perdices Malbec 2006 de Mendoza (3,2 €). Mejor hubiera sido haberlo tomado en su temperatura justa, lo que no sucede en este país; creencia ésta que lamentablemente no he podido desarraigar tras la visita a varios restaurantes argentinos.

El vino en Argentina es un lujo, ya que las dos copas equivalieron prácticamente al coste del plato principal, del que solo recuerdo que iba acompañado de una bonita crema de azafrán. La comida se remató con un cup cake adecuado para el último trago de vino y que resultó lo mejor de lo comestible. Esto cada vez es más frecuente en muchos restaurantes españoles que deberían comenzar y acabar con la carta de postres. Claro que en ese caso deberían llamarse pastelerías caras.

Lo mejor: el vino, la atención del chef y de la mesera que pudieron servirme cómodamente dado el escaso público asistente. Parece que entre un buen bife y un buen vino los argentinos lo tienen claro. Mención especial para nuestra ya amiga el agua ECO de los Andes (1,7 €). Lo peor: ya no me acuerdo porque pasé un buen rato, que es de lo que se trata.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Lo cordobés no quita lo valiente (I)

Me estoy refiriendo a la Córdoba de Argentina, cuna de la primera universidad americana y segunda ciudad de esta nación. Como sucede en todo el país, su oferta gastronómica es muy variada, originada en las diversas oleadas de inmigración acaecidas especialmente a finales del siglo XIX y principios del XX. Así es fácil detectar influencias principales de Oriente Medio, de Europa del Este y, por supuesto, italianas y españolas. Añádensele unas gotas del gusto refinado europeo, de desenfado norteamericano, unas materias primas de gran calidad, entre las que sobresalen las pecaminosas carnes de vacuno, y unos vinos de verdadera competencia internacional para los europeos y tendremos una cocina interesante y con gran potencialidad.

San Honorato ocupa un edificio de 130 años que fue una panadería. El fuerte de la decoración son las paredes de ladrillo visto, su alto techo de madera y un bonito comedor con frescos en las paredes desde el que se observa la cocina convenientemente acristalada. Hay que destacar la cava en el sótano, en la que tienen el acierto y buen gusto de ofrecer a los clientes mientras esperan, tras haber solicitado la comanda, un aperitivo a base de un sorprendente limón en salmuera y aceite, cecina, queso del país al pimentón y patés de cabrito y tomate raff, regados con una oferta de vinos. El blanco afrutado y ligeramente semidulce que tomé me pareció muy agradable. Claramente es un servicio que debería ser adoptado por numerosos restaurantes españoles que poseen las instalaciones adecuadas, en vez de las consabidas aceitunas, patés de origen incierto y demás fruslerías; además sirve para conversar y hacer amigos en la espera. Todo ventajas.

El plato típico de la región es el cabrito, al que no me pude resistir más por recuerdos gloriosos que por una repentina adhesión a mi transitoria tierra de acogida. Aquí se presenta como “arrollado de cabrito” (12 €) asado sobre una salsa de carne, acompañado de unas lacias patatas a la plancha, unas sabrosas berenjenas marinadas y una fragante rúcula. Tratándose de un animal tan escaso sería conveniente protegerlo; vivo. En su defecto habría que cuidar, mucho, los tiempos de cocción. Seguro que es posible encontrar punto intermedio más agradable de comer el asado entre un gracioso ser vivo y la cecina. Me recomendaron un vino Santa Julia Malbec 2008 de Mendoza (5 € 3/8), que, como, los otros que he ido probando, sirvieron a la temperatura ambiente, es decir, caliente. Esto es algo que deben cuidar y no solo en Argentina. Por último comí una esforzada tarta de frutos rojos (5,5 €). Resulta mejor y más barata la enorme oferta de bolachas que ofrece el país.

Lo mejor fue el ambiente, el excelente agua ECO de los Andes (1,7 €), que, aunque también era de Mendoza, la sirvieron a la temperatura adecuada, y lo que se ofrecía “gratis”: el aperitivo en la cava, las pasas sultanas almibaradas y el limoncello casero.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Por dentro cambia la cosa

En cuestión de restaurantes, lo importante sigue siendo el contenido del plato. Si fuera por el entorno, la accesibilidad o la decoración muchas veces nos perderíamos gratas sorpresas y algún momento memorable que otro. La forma de que esto no suceda es estar libre de prejuicios y, por si acaso, dejarse aconsejar por un amigo o varias guías de confianza.

Desde fuera el Restaurante Calvo en Puente San Miguel es una más de las hosterías y pensiones que salpican las carreteras cántabras en las que es hasta posible que uno encuentre algo de las viejas casas de comidas con raciones generosas y honestos platos de antaño, o no. En este caso se realiza una cocina limpia basada en los productos de la tierra y del mar, sin demasiadas complicaciones y con resultados muy satisfactorios. A lo largo de los años ha perdido la novedad del primer momento y quizá ahora uno se fije más en la estrechez del local y su bulliciosidad. También, cómo no, han incrementado los precios, aunque se mantienen en un buen equilibrio. Excelentes sus almejas (14 €) y sus albóndigas de calamares (2,20 € la unidad), fresco y bien hecho el jargo con patatas panadera (12 €), casera la tarta de chocolate con naranja (4 €).

Comer en el centro de las ciudades siempre es un riesgo. Nos podemos encontrar con un local diseñado para sacudir los bolsillos de los turistas o con los clásicos “de toda la vida”. Este es el caso de Restaurante Mesón de Alberto. Situado en la bien surtida de bares y restaurantes calle Cruz de Lugo, sus instalaciones nos hablan de la prosperidad por el trabajo de una familia; sus salones privados de los negocios y celebraciones de la sociedad lucense. Ofrecen una cocina basada en una materia prima difícilmente conseguible fuera de Galicia y un buen y atento servicio. Un hallazgo los grelos con marisco y la lubina con salsa de erizos. Además tuve la oportunidad de disfrutar del excelente y ajustado de precio Viña Mein. Este restaurante es un claro ejemplo de que la calidad, el lugar y el orgullo familiar aparecen en la factura.

A veces uno hace cosas irracionales en la vida. Una de ellas es hacer kilómetros cruzando la nada para comer en un restaurante. Esta vez tocó Hostería Camino en Luyego de Somoza, en plena Maragatería a 18 kilómetros de Astorga. Se trata de un Centro de Turismo Rural hecho con cariño y profesionalidad, con unas instalaciones y un servicio a imitar por lugares de mayor empaque y precio. Las ancas de rana (14 €) resultaron una aparición gozosa que evocaron los tiempos perdidos de las meriendas en el campo; las patatas a lo pobre enriquecidas con boletus (14 €), rotundas y abundantes, muestran la necesidad que tenemos de releer los clásicos y dejarnos de tanta pijería. Tomamos Alaia (11 €), adecuado para la comida y clasificable en el inabarcable, esforzado y casi indistinguible grupo de los vinos “de aquí” o de la tierra.

¿Cuántas veces pasamos por delante de un local que no nos dice nada, o nada bueno, y que luego nos sorprende? En Madrid esto sucede mucho y más con los numerosos restaurantes italianos, que no pizzerías. Maruzzella se encuentra en la calle Raimundo Fernández Villaverde oculto junto a burguesas terrazas de caña y patatas fritas. La mozzarella de búfala campana es inencontrable en otro sitio, y en éste es escurridiza, por lo que la suele suplir una excelente burrata e friarielli (14,50 €); los gnocchi al pomodoro (10,50 €), sabrosos, palían el recuerdo de los de Angelo en Nueva York; correctos los tortelloni alla zucca (12,25 €). Es probablemente uno de los mejores italianos de Madrid, una vez superada la verborrea incansable entre el servicio.

sábado, 29 de agosto de 2009

La (a veces) esforzada clase media

No siempre puede uno permitirse frecuentar los comedores más renombrados y habitualmente caros, por lo que se puede disfrutar buscando los restaurantes emergentes, o los que ofrecen aparentemente una buena relación entre calidad y precio. En este grupo nos encontramos una gran cantidad de buenos comedores, clasificados, sin ninguna pretensión de rigor, entre los que aspiran a los máximos galardones y emulan con desigual fortuna a sus mayores; los que ya se ve que van a ser genios desde pequeños; los esforzados y honestos que saben dar bien de comer; los “de toda la vida”, que han sabido mantenerse entre tanta superficialidad; los “típicos”, que hacen una cocina llamada regional que poco tiene que ver con los sucedáneos de paella, cocido, fabada, menestra o patatas con chorizo que se sirven por ahí; los que han evolucionado de la barra al comedor con más o menos pretensiones y logros; los de fusión, que mezclan con mayor o menor fortuna sabores y procedencias; los claramente pretenciosos, pero que esconden algún tesoro; los “de neón” que sin embargo han logrado atrapar algún secreto; etc.

Últimamente me he acercado a varios de ellos y, aunque la satisfacción no ha sido plena (¿cuándo lo es?), es posible encontrar detalles de buen gusto y hacer, aunque no es probable que alcancen el parnaso culinario, ni tampoco lo pretendan. Así, me pareció inolvidable la empanada de merluza (8 €) del Sport, en Luarca; bien hecho el crujiente de cabrales (9 €) en El Molín de la Pedrera en Cangas de Onís; bueno el pulpo en La Tucho en San Román Corbán (Cantabria); sorprendente la tempura de verduras (9 €) en San Pelayo, en Niembro (Llanes); y gran tarta casera de queso y verdadero arroz con leche en el Mesón de Borleña, en Borleña de Toranzo (Cantabria).

En el debe se encuentran aspectos relacionados con la decoración, como las inenarrables cortinas del Mesón Borleña; la sobreexplotación de La Tucho; la necesidad de cambiar el aceite más a menudo en El Molín de Pedrera; el chocolate de brick de los frixuelos en Sport; o el servicio adusto de San Pelayo. Todos ellos suman quizá el compendio de los pecados de la restauración española (¿solo de ella?) de los últimos años: pérdida de la relación precio calidad, o la avaricia (¿18 euros por 400 gramos de lenguado sin desespinar, en La Tucho, o 24 € por un cabracho, en Sport, en zona pesquera?); pensar que con un plato estrella y los años se construye un restaurante, o la soberbia; confundir tradición con calidad, o la pereza; creer que una decoración original sustituye a una buena comida, o lujuria; imitar corrientes o lugares de éxito, o la envidia.

Todos los restaurantes señalados son recomendables pero en algunos no habría que pasar de su bien surtida y valiosa barra en la que disfrutar de sus vinos y sus pinchos o tapas estrella, que fueron el origen del negocio actual; todos requieren humildad y ajustar el precio; otros deberían situarse en su entorno y abandonar imitaciones imposibles e innecesarias; en fin, otros, casi todos, deberían pensar que dar de comer, aunque sea pagando, es un acto de caridad, o sea, de amor, de respeto y de agradecimiento por los invitados que se acercan a la mesa.

Claro es que los pecados de los restaurantes no serían posibles sin la inestimable colaboración de la gula de muchos comensales, que tanto gustan de aparentar, y la ira de tanto crítico que ensalza o hunde negocios y tendencias.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Perseidas

Dice Wikipedia que las Perseidas son una lluvia de meteoros de actividad alta que transcurre en agosto, mes de buen tiempo y vacacional por excelencia. Sucede algo parecido con el acercamiento de algunos a la alta gastronomía, que la hacen coincidir con su periodo de descanso, lo que les permite descubrir nuevos locales allá donde se encuentren vacando. Es, pues, el momento que los buenos restaurantes tienen para poder ofrecer su buen hacer a bastantes clientes nuevos, algunos de los cuales habrán organizado sus rutas veraniegas tomando como hitos los locales más reconocidos. La mayoría no tendrán otra oportunidad de difundir la calidad del sitio, al menos hasta el año siguiente.

A pesar de esa oportunidad, muchos restaurantes no la aprovechan, quizá porque se producen bajas en esas fechas en el personal o porque se dejan llevar por el relajamiento de la estación y por la informal indumentaria de los clientes. Lo cierto es que establecimientos visitados en otro momento del año caen -como las Perseidas- en su calidad o, al menos, en ciertos detalles.

Los Avellanos en Tanos, Cantabria, es uno de los restaurantes en los que más he disfrutado en los últimos años, aunque ha experimentado algunos cambios desde o para la obtención de la codiciada estrella. El local ha perdido la personalidad inicial que ha sustituido por una decoración fría, de diseño urbano, excepcionalmente rota por una pequeña figura escondida de San Pancracio sobre pared de cristal lila. El menú gastronómico sigue siendo muy parecido al que ya tomé hace un tiempo, aunque ha perdido actualidad su melosa de ternera, a cambio sigue teniendo un precio muy ajustado y una buena calidad. El reconocido y bien confeccionado hojaldre de perdiz y foie se sirvió, a mi gusto, frío. El servicio de Jesús de Diego y su equipo sigue siendo cálido, afable y bueno y su carta de vinos es más que apreciable con muy buenas sugerencias. Muy acertada, y ampliamente a imitar, su apuesta por las nuevas tecnologías para la confirmación de reserva y para agradecer la visita.
Menú Gastronómico 45 € más IVA: Degustación de aceites del país y aperitivo; milhojas de perdiz, foie gras y manzana; chipirones, mollejas de cordero lechal, patata y tinta-trufa; machote, patata y arbequina; melosa de ternera, ficoide glacial y rosas; mandarina, lichis y té verde; petit fours.


El Nuevo Molino, en Puente Arce, Cantabria, llevaba un tiempo atrayendo mi atención, que he satisfecho hace unos días. Sus instalaciones son magníficas y se ven ennoblecidas por un bonito y cuidado jardín en el que destaca una pequeña ermita reconvertida en un precioso salón para las copas y los puros. Este entorno natural hace incomprensible que la rosa que adorna cada mesa sea artificial. La acertada y poco a poco extendida selección de aceites para el aperitivo se ofrece con distintas variedades de pan, uno de ellos inexplicablemente de cebolla. El resultado queda lejos de la oferta, por ejemplo, de Los Avellanos. Deben ser las cosas del clima del Norte, pero las bien conseguidas manitas de cerdo se sirvieron frías. El resto, rape asado con tomate confitado y milhojas de chocolate, estuvo a muy buena altura. Mención aparte es la cuestión del vino. No logré hacerme entender que deseaba una copa con el aperitivo y se nos recomendó el vino Enate Alda 2004 que personalmente encuentro insulso y propio para bodas y celebraciones. Por último, y este tema será objeto de un post específico, el cuidado entorno se vio ensombrecido por un grupo de niños cuyos padres y familiares decidieron compartir con el resto de los comensales su mala educación. Supongo que el día que fue el inspector Michelin no había niños.
El verano sigue siendo un buen momento para disfrutar de las aficiones, incluidas las gastronómicas, pero sería bueno que los restaurantes no olvidasen que, a diferencia de los precios que ofrecen, las estrellas caen a veces por el verano.
Lomos de sardina sobre crema de yogur 14 €; rape asado con tomate confitado22 €; manitas de cerdo estofadas 16 €; mil hojas de chocolate 7 €; Enate Alda selección 17, 50€.

jueves, 20 de agosto de 2009

Números y estrellas

En un mundo con tanta producción de información se requiere cada vez más de especialistas que la seleccionen, la traten y la valoren; de otro modo es difícil que de unos datos podamos obtener conocimiento. ¿Qué restaurante es bueno? Caben muchas respuestas y dependen de lo que cada uno espere encontrar en un establecimiento concreto. Si lo que se quiere es comer bien, habremos desechado una buena parte de los locales de bajo nivel y otros con muchas pretensiones y altos precios. Aún así quedarán muchos en una localidad de buen tamaño, o en la zona en la que nos estemos moviendo. Personalmente, hay dos cosas que me molestan sobremanera en asuntos de restaurantes: perderme uno bueno en el lugar en el que esté por entrar en otro que no lo sea, y que no haya relación entre precio y calidad. Esto lleva inevitablemente a dos soluciones, al menos en mi caso: echar mano de los amigos que les pasa lo mismo o consultar las guías gastronómicas.

Con los años uno va haciendo un círculo de amistades lo suficientemente amplio y especializado para que me aconsejen tanto sobre literatura como sobre dónde comer bien. Es cierto que no siempre coinciden completamente con mis gustos, pero son consejos bien intencionados y sin ningún interés oculto. No sucede esto mismo con las guías, especialmente en los últimos años que a las tres grandes Michelin, Gourmetour y Repsol (antes Campsa), Internet ha añadido una gran cantidad de barcos de bandera dudosa o de conveniencia. El resultado, muchas veces, cuando uno trata de buscar un buen sitio en una ciudad o zona que no conoce es el de pasar un buen rato hojeando y pasando páginas web con la sensación de que no va a acertar. En esos momentos se echa en falta un buen amigo, aunque la mala noticia, es que éste no existe en el mundo de las guías.

Se trata de formar el criterio propio mediante la lectura de guías, pero también de la prensa, los blogs gastronómicos y de vinos, las guías institucionales (Cantabria), los libros y, muy especialmente, la experiencia de años obtenida mediante el método de prueba y error y de muchas horas sentado a distintas mesas y con muchas personas que saben apreciar la buena comida y bebida. Aun así no siempre se acierta, aunque esto no suele tener una transcendencia mayor que la de volver a llamar al amigo que no asesoró bien y no repetir en ese restaurante ni aconsejarlo. Este es el único poder de los consumidores y la grandeza de los buenos restaurantes que se encumbran por la boca de sus comensales y de la palabra que habla de su calidad a otros.

Vengo usando la guía Gourmetour desde casi su inicio y en los últimos años la complemento con la Michelin y con las referencias de algunos gastrónomos reconocidos que escriben en prensa y que, hasta ahora, nunca me han fallado, como es el caso de Manuel Martín Ferrand, imprescindible para los restaurantes de Cantabria. Mi valoración de las guías citadas es dispar. La primera me ha sacado de bastantes apuros y coincido bastante con su clasificación, aunque es desigual por localidades. La segunda me suele deparar pocas buenas sorpresas, a pesar de que ha abierto recientemente el número de referencias a través de su nueva categoría. Lo que sí he constatado es que con frecuencia el otorgamiento de una estrella a un buen local acarrea asombrosas transformaciones, tanto de decoración como de equipamiento, y no todas son precisamente buenas.

Las buenas noticias de las guías son que hay muchas y que nunca sustituyen a un buen amigo.

lunes, 17 de agosto de 2009

El metro cuadrado de tortilla

Es probable que el kilo de patatas y la docena de huevos de una calidad estándar no experimenten demasiada variación de precio entre las diversas ciudades españolas. Tampoco parece que se requiera una formación y un adiestramiento costosos para elaborar una tortilla de patatas, por lo que la diferencia de precios entre unos locales y otros ha de deberse a otras razones, que deben ser más sustanciales. En primer lugar, vamos a considerar la aceptación o fama del lugar. Así, un establecimiento renombrado y con una clientela adicta puede subir los precios hasta el punto de que la demanda lo permita. Sin embargo, encontramos restaurantes y bares bien surtidos de clientela con precios muy diversos. Así, están repletos Bodegón Bacoriño en Ferrol, Porto Vecchio (antes el no igualado Porto Novo) en Logroño, o Las Tortillas de Gabino en Madrid, por citar locales de categorías distintas.

Otra razón puede ser la calidad del cocinero. Es cierto que para cada gusto hay una tortilla y que en los últimos años vemos inventos en vasitos con huevo líquido, patata cocida y diversos aromas que pretenden la reinvención de los sabores, las texturas y la vista. Una vez pasada la primera impresión, no suelen ser sino una especie de ponches mal trabados que imitan, en el mejor de los casos, a los cocineros estrella, como sucede en La Gabinoteca que ofrece una patata acorchada y fría. Por tanto, la explicación objetivable hay que encontrarla en el coste de instalación y de ubicación del establecimiento. Parece evidente que el metro cuadrado de la calle Fernández de la Hoz en Madrid (La Gabinoteca) es más caro que, por ejemplo, el de la calle San Francisco de Ferrol (Bodegón Bacoriño) o de la calle Ciriaco Garrido en Logroño (Porto Vecchio), ¿pero hasta el punto de que se triplique el precio entre un sitio y otro? De los señalados nos quedamos, sin duda con la tortilla de Bodegon Bacoriño, por calidad, precio (7 euros “media” tortilla de casi 20 centímetros de diámetro), ambiente, servicio y bebida (excelente carta y magníficos vinos gallegos).

Pero es posible que no sea el precio del metro cuadrado, ni el coste de la decoración (catálogo bastante completo de mesas y sillas IKEA, muchas sin respaldo, en La Gabinoteca), ni la comodidad del local (atiborrado Porto Veccio en las horas punta; inaudita mesa alta con banquetas en la escalera de La Gabinoteca; ruido y muchas estrecheces en Las Tortillas de Gabino; humedad submarina en Bodegón Bacoriño), lo que expliquen el precio de la tortilla española, sino la honestidad del establecimiento y el sentido común de sus clientes.