sábado, 27 de febrero de 2010

RIESGO Y AVENTURA

Revisitar los clásicos tiene algo de riesgo: o añoras el pasado o vuelves a disfrutarlo. De vez en cuando uno repite una película que le impactó o le hizo disfrutar o, en menos ocasiones, relee un libro buscando la juventud de la primera vez. Quizá descubra que las obras del hombre son del tiempo del que las produce y del que las siente y el traslado a otra fecha arroja resultados insospechados. En el caso de la cocina, la aventura puede recordarnos un sabor o una combinación esencial, un referente que marcó un gusto, una presentación o una forma de entender la cocina; o puede devolvernos algo manido, aunque en su momento fuera original; u ofrecernos una recreación fruto de la tentación de caer en la genialidad obligada.

No son muchos los restaurantes que han educado mi gusto culinario y que han supuesto un referente de cómo entender el oficio de dar de comer, a saber: el desaparecido y mítico La Merced, en Logroño y Echaurren, en Ezcaray. Al primero le debo el concepto de rito y de espectáculo de la restauración, de su sentido como celebración, lujo, exceso, emoción e ilusión. El segundo me enseñó cómo lo sencillo puede ser excelente, el respeto por las tradiciones culinarias y por el riesgo creativo de su evolución y el amor al comensal. A donde voy espero algo de ambos, lo he encontrado en pocos, y hasta he tenido la suerte de disfrutar a veces como si fuera la primera vez que lo hice en los maestros.

A Echaurren he vuelto varias veces desde la primera vez y he pasado por sus distintas remodelaciones, desde el viejo comedor por turnos que atendían con amor familiar Marisa Sánchez y Félix Paniego, hasta el actual complejo que incluye el gastro bar, el restaurante tradicional y el laureado El Portal, pasando por el momento en que la cocina adquirió dos rumbos cuando se servía la carta de Marisa y la de su entonces ya promesa consolidada Francis, su hijo. Recuerdo comidas memorables y la ilusión al acercarme cada vez a la vieja casa de postas. Recuerdo alguna comida y bebida de trabajo que se convirtió en de amigos y en señal de una época; y la sensación al salir, como la de haber hecho una de las buenas acciones de tu vida.

He podido acercarme hace poco para comer en el remodelado El Portal. De los dos menús nos aventuramos en el “Vanguardia” (80 € + IVA), dejando el clásico (60 € + IVA) para otra excusa. Se trata de un menú largo de experimentación y creación propia, lo que siempre resulta personal y arriesgado. Originales snack, en especial el corte de queso y miel, que recuerda a un éxito clásico de la casa y las entrañables croquetas “que le quitamos a mi madre”. Muy pensado  el “Queso de cabra y germinados bajo un velo de néctar de pimiento”. Muy bien presentada y acertada la selección de aceites y sales aromatizadas.

Les siguió “Mediterráneo, concasse de pepino, yogurt, almendras frescas, helado de manzana verde, pan y aceite picual”; y el cardo rojo a la plancha, de un textura impecable. La ostra gillardeada  cocinada a baja temperatura con sopa de castañas y alcachofas tenía una sobresaliente consistencia y acertada combinación de sabores.

Preciosa la colorida composición “Bajo un manto de hojas secas, invierno” a base de diminutas láminas desecadas de verduras que ocultaban un paté de foie marca de la casa. Muy logrado el “Hongo 25 minutos (luego asado a la parrilla con clorofila y pera)” que mantiene la tersura del bosque con una elaboración delicada plena de aromas contrarios. Buen contraste de sabores y texturas en “Cigalas y oreja de cerdo en adobo y luego asada con un caldo clarificado y puntas de espárragos verdes”. Consistencia excelente de la “Merluza curada unos minutos en sal y luego asada, con un caldo clarificado de purrusalda y un poco de mantequilla Maître d´hotel”. Elaborado, muy visual y sabroso el “Rabo de cordero glaseado con un toque de jengibre y hortalizas frescas”.

Los postres se llenaron con “Sopa fresca de manzana sin fin y helado de menta fresca” en la que una interminable lámina finísima de una espléndida, fresca y aromática manzana, con sabor a un buen chicle recién empezado, te hacía desear que no se acabara nuca. Buena “Tira de chocolate negro, con helado de leche, zumo de pimiento verde y germinados” y finalizamos con petit fours.  Como vino se nos sugirió un acertado y ajustado Zacarías de Bivián reserva de 2001 (18 + IVA €) con un inesperado retrogusto, por bueno. Finalmente, irrefrenable tentación la del pan rústico.

El local ha ganado en calidez decorativa desde el traslado de la anterior ubicación en el mismo edificio. A veces lo clásico, o la bondad del silencio, maridan muy bien con la buena comida. En los baños parece que se impone el gusto Michelin, que requiere unos segundos para empujar, con emoción contenida, la puerta adecuada. Por último, debe hacer más sencilla y amigable su web y diseñarla para que se pueda ver bien desde el móvil.

La sensación final es la de haber estado ante una de las mejores cocinas de vanguardia de España, hecha por Francis Paniego, un gran profesional enamorado de su oficio y profundamente enraizado en el solar que le vio nacer. Volveré siempre que pueda a celebrar algo importante o a compartir la mesa con una persona querida, buscando la emoción de la primera vez y sabiendo que aquí es donde la sentí.

domingo, 14 de febrero de 2010

SAUDADE

Ya es un tópico hablar de que los españoles y portugueses nos damos la espalda, más por deseo nuestro que de ellos, que nos conocen mucho mejor y están atentos a nuestros avatares. Esto no es cierto del todo, ya que onubenses, extremeños, salmantinos, zamoranos y, sobre todo, sus hermanos gallegos mantienen una buena relación e intercambio secular con los habitantes de ese bello país. A la espera de que el AVE conecte Madrid y Lisboa y los madrileños, por los que se mira todo lo que ocurre en España, descubran Portugal como algo cercano voy a contar alguna experiencia gastronómica en nuestro país vecino o relacionada con él.

Mi afinidad gastronómica con los portugueses viene por el bacalao, seco claro, ya que si fuese fresco hay que buscar el increíble skrei noruego. Mi primer recuerdo ligado a Portugal sobre tan feo producto se remonta a mis tiempos de estudiante cuando en la Casa de España en Freiburg, Alemania, oía a los portugueses pedir bacalhau, ya que era el único lugar donde podían comprarlo en esa bien surtida ciudad. Es seguro que el bacalao es el producto base de la gastronomía portuguesa, si atendemos al número de recetas con que lo preparan, pero en la nuestra también ocupa un lugar destacado. Difícilmente puedo resistirme a pedirlo cuando me lo ofrecen en un restaurante, supongo que en busca del inolvidable bacalao con tomate que preparaba mi madre.
El bacalao a la dorada está considerado como la presentación estrella de este pescado. Y no es para menos, dado el paciente trabajo que representa su elaboración. Nunca he comido uno mejor que en mitad de Soria, en Morón de Almazán, en casa de Paco Barrera, que había vivido muchos años en Vigo, donde su mujer lo aprendió a cocinar de manera magistral. Alguno se le ha aproximado después, de lejos, y otros se han parecido más a un revuelto incomprensible.

Lo que más me gusta de la cocina portuguesa es su aparente modestia, su buena presentación, su horario y una calidad muy ajustada en el precio. Recuerdo un excelente, por sencillo, bacalao agridulce con olivas negras en Valencia do Miño y varias noches con mis hijos comiendo a la vera del río Gilao en Tavira, Algarve, en una vieja casa de comidas, en mitad de la calle, debajo de los árboles acompañando la cena con un sencillo vino Gato, mientras veíamos saltar peces en el río. Tiempo después la compraron unos ingleses; fin. Otro recuerdo es el de un pequeño restaurante debajo de la Facultad de Derecho de Coimbra, natural y con el encanto perdido de las ya desaparecidas y honestas casas de comidas españolas. La avaricia y la corrupción no solo han alcanzado al ladrillo estos últimos años.

Pero el recuerdo gastronómico portugués que sobresale a los otros es el de una Lampreia à Bordalesa e Sável no seu tempo servida a la antigua en cacerolas de aluminio y en una ración generosísima, en el acogedor y antiguo Solar Moinho da Vento, en plena baixa del precioso Oporto. Anteayer tuve la ocasión de cotejarla con la lamprea que sirven en San Clemente, en Santiago de Compostela, con motivo de la celebración de una tesis doctoral escrita y defendida en portugués. Me pareció estupenda, especialmente por el sabor final ácido del limón. En Madrid no he tenido ocasión de comerla, pero me dicen que la de Combarro está muy bien, aunque claro, no son los precios portugueses, ni aun gallegos. Estamos en temporada y es una buena excusa, una más, para acercarse a Porto.