lunes, 16 de agosto de 2010

NO ME VUELVO A ENAMORAR

Da igual la canción que se elija con ese título, todas las letras hablan de desengaños, decepciones y firmes promesas de no caer en las redes de la seducción y la tentación. Desde aquí proclamo que abjuro de la cocina deconstruida, minimalista, moderna o como la llamen pero que se reconoce por sus locales espartanos tipo zen, un servicio con signos de padecer importantes problemas gástricos, una comida perdida en el ruedo del plato, una vajilla imposible de meter en el fregaplatos y unos precios que te hacen mirar si no se trata de la factura de las mesa y las sillas en las que has comido. A partir de ahora quiero, como en el anuncio de nuestra juventud, comer, comer.

La espoleta que ha disparado este desengaño ha sido una cena en Monastrell en Alicante. Buena calificación en las guías, local ahora situado en los bajos del céntrico y bonito Hotel Amerigo, con una barra impactante en zona separada del comedor, una decoración al uso de su ubicación gastronómica y los platos de siempre. Aclaro que sólo he ido una vez a este restaurante pero todo estaba ya visto, no porque imitaran los éxitos de otros, sino porque su comida es la del día de la marmota.

Optamos por el menú de tres platos lo que me permitió probar el atún laminado con cítricos, trigo verde inflado, piñones y micro vegetales; la lasaña de pasta fresca con calabaza, trufa blanca y aire de salvia; vieira asada con berenjena ahumada, turrón y azafrán; tierra de chocolate de Tanzania con torrija de brioche y helado de naranjas; y chocolate gianduja borracho de café y jalea de coñac. Son sustantivos de ensueño, que vienen de recorrer el mundo y unos adjetivos luminosos, coloridos, olorosos. Todos ellos cabrían en las alforjas de Marco Polo o de nuestros conquistadores. Platos cortos, nombres largos y precios a casi dos euros la palabra. Restaurantes que cierran, que ajustan, como éste, sus horarios o sobreviven por nuestro afán de notoriedad o por nuestra vanidad y por las empresas y Administraciones que todavía pagan estos dispendios.

Puestos a ser más críticos, comimos unos gramos de atún, un poco de pasta, una porción de marisco barato y unos postres que en Alicante, y en toda España, se comen infinitamente mejor en Paco Torreblanca, un templo de peregrinaje. Es cierto, me dirán, que el arte no tiene precio y que los artistas, como Mª José San Román, hay que pagarlos. En este caso con vino la cosa se puso en 135 euros, lo que contradice claramente la negación y permitiría llevarse un par de sillas del comedor. Como alternativa, es preferible pasarse por su barra o ir a la La Taberna del Gourmet que pilla cerca y así todo queda en casa.

La inacabable crisis económica propicia encontrar soluciones más accesibles que se beneficien del enorme talento que se ha producido en la cocina española de los últimos años. La vuelta al producto reconocible, la búsqueda de locales más baratos, el necesario ajuste en los precios de los vinos, el olvido de los caprichos en la decoración, el abandono de las exigencias antojadizas de las guías deben ser una necesaria cura de humildad para la restauración española. De no hacerse, es probable que la generación que está por debajo de los treinta y tantos se desenganche del arte de la comida y se quede en el charco del botellón y la comida rápida.

Yo me propongo no caer en la tentación de las cartas deconstruidas o nitrogenadas y de la comida con nombres vetados a los asmáticos. Renuncio a sucumbir a la seducción de las guías y de las páginas con más entradas. Me comprometo a no enamorarme de las cocinas para la gente guapa. Pero dejo una puerta abierta para las que están por debajo de 40; euros, claro.

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