domingo, 31 de julio de 2011

Recuerdo (soñé)

Recuerdo que los tomates colgaban rojos de la mata, manchaban de verde, olían a amarillo y sabían a colorado; que el vino se sacaba carbónico del depósito y sabía a fresco estreno; que el pan crujía tostado al aparecer blanco mullido; que la lechuga se tintaba de granate y ácido. Imaginé que el aceite vivía en una tinaja, en la que moría cada año, y en el que, humeante, flotaban huevos de puntillas; que la leche anunciaba una amarilla capa untuosa; que el chocolate esperaba en un agujero de pan; que los cumpleaños sabían a bizcocho, vainilla, mermelada y coco; que el otoño duraba todo el año en tarros de dulce y parda ciruela.

Añoro la casa oliendo a pimientos asados en otoño; a cardo con bechamel y nueces en invierno; a borraja con patatas y aceite crudo en primavera; y a gazpacho en verano. Recuerdo que la merluza se vestía de huevo y harina y se zambullía en aceite caliente; que los filetes se revolcaban en una playa de pan rallado; y que la carne picada rodaba hacia el tomate o se aplastaba en filetes. Huelo los pucheros de lentejas con costilla y chorizo; de garbanzos con fideos; de caparrones en un caldo espeso y lento; y de patatas por remostar en un caldo de pimentón y laurel.

Soñé que los sarmientos convocaban a la noche, se confundían con las estrellas cuando chisporroteaban y transformaban a las chuletas en fiesta y amistad; que en el campo la merienda sabía a sombra y sonaba a fuente; que los cangrejos se confundían con la guindilla caliente y el tomate; que la tortilla de patatas sabía a casa; que los bocadillos se comían con hambre.

Sé que la comida es cariño, casa y fiesta; que en otoño se comen almendras garrapiñadas; en Todos los Santos huesos; en Navidad turrón y polvorones; en San Blas roscos; en los cumpleaños tarta con velas; algunos domingos rosquillas de anís y petit choux y otros, para merendar, bollos de leche con chocolate. Añoro la casa oliendo por las mañanas de domingo a pan tostado, ajo, aceite y a tanguillos.

Recuerdo que los restaurantes eran países por conquistar y los camareros nativos por agradar; que las raciones engrandecían a la casa; y que los postres eran secretos que robar. Recuerdo que los viajes se hacían para descansar en una mesa y para intercambiar los hallazgos con otros peregrinos. Soñé que al pagar, la propina te la llevabas tú.

3 comentarios:

David Rios dijo...

sniff!!! recuerdos de los seres queridos que nos dejaron (mamá)

María dijo...

Acabo de leerlo ahora mismo, y me han asomado unas gotas de nostalgia a esas certeras ventanas del tiempo que son los ojos......mientras leía cada frase, me ha venido a la memoria toda esa marea de recuerdos vitales asociados a la memoria gastronómica de cada uno: el aroma de las tostadas y del café de mi madre cada sábado por la mañana, cuando su trabajo le daba tregua para compartir el desayuno con mi hermana y conmigo; la frescura de unas cigalas de las rías de mi tierra, hervidas únicamente con sal marina y unas hojas del noble laurel. Un plato de esa sopa de cocido, reconfortante y cálida, como sólo las madres y las abuelas saben hacer. La caldeirada de rape, densa y transparente, aderezada como los marineros inventaron, para poder soportar las inclemencias del invierno y cumplir con su noble misión de almirantes de La Mar Oceana, llena de furia y belleza eternas. El sabor de la tortilla de patatas, fría en verano, en el bosque que rodea la playa, acompañado de risas infantiles, sonoras y luminosas como el sol de verano, redondas como el tomate que acompaña tan sencillo e inimitable plato, cuyo brillo lo remata el dorado aceite de las olivas que brotan de la tierra (también en la mía se produce, desde época romana, en los molinos de aceite de Bendollo, en Quiroga (provincia de Lugo) declarados Bien de Interés Cultural. En Carnaval, unas filloas, delicadas como encajes de Camariñas, que mi abuela paciente y amorosamente tejía en nuestra cocina.
Los rapantes, cariocas y jurelitos que mi padre compraba en la lonja de Portonovo las mañanas de verano, o las merluzas de aguas profundas que nos traía del mercado de Bueu, recién salidas del mar cada noche. Y hasta esos bizcochos de yogur que, bien pequeñines, nos enseñaron a hacer en el colegio, y de vez en cuando en casa nos ayudaban a intentar emular, haciendo de la ilusión de prepararla un motivo de ilusión inmenso para ese día.
Como decía Serrat, aquellas pequeñas cosas, que nos dejo un tiempo de rosas, y que hacen que lloremos cuando nadie nos ve.
Muchas gracias por haber resumido en un post tantas emociones asociadas a lo más entrañable que la vida nos puede dejar, el compartir lo más sencillo con quienes más queremos.

Anónimo dijo...

Muchas gracias María por compartir esas emociones que son comunes a tantos. Un abrazo.